Palma Sola
Una historia de amor
En el principio era el Verbo, leyó sin solemnidad, acostado en la cama de guate que despedía un olor intenso a toallas viejas, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. En cada casita de tejamaníes, madera y yaguas, había una o dos Biblias sobre la mesa cerca de la entrada, o, como sucedía con la suya, en la habitación calurosa que, además de aquel olor a felpa rancia que despedía la cama, esparcía el tufo del barro machacado de las paredes y de la mierda de perro de los realengos amontonados a un costado del pueblito construido con los troncos de todos aquellos árboles derribados para crear un centro comunal en el que pululaban no solo la religión y los fanáticos, que se tiraban sobre la hierba sorprendidos por el espíritu incandescente del Señor, sino también las vacas, los chivos y los perros sin dueño. Volvió a asombrarle, como cuando era un adolescente rebelde, estudiante del bachillerato en la escuela católica de los Hermanos de la Salle, aquellos juegos del lenguaje que sorprendían tanto a los creyentes, a los hermanos y a sus profesores, pero que a él no le parecían más que eso, es decir, simples mecanismos de un lenguaje ni siquiera complejo: el Verbo era con Dios, pero además el Verbo era Dios. Dios estaba con el verbo, y el verbo era el mismo Dios. Dios estaba con Él mismo, acompañado por sí mismo en su cielo meloso y aburrido, a la diestra de Él mismo, es decir a la siniestra del doble del Señor, que era Él mismo. Esa vez, como en estos momentos, el juego no le pareció prodigioso sino endeble, maniqueo. Se levantó de la cama y colocó la Biblia sobre la mesa que cojeaba delante de la puerta de la entrada.