La otra Penélope
Cuando la sacaron del agua sus ojos abiertos eran
dos abalorios de fuego. Libre de la memoria; ajena
a la urgencia feroz de la ciudad que cada mañana rescataba
su ritual de sombras presurosas, la dureza del rostro patinaba
en esos ojos sin norte que pugnaban por perdurar y
prolongarse más allá del misterioso esfumato de la muerte,
más allá de ese sábado estremecido por el chasquido de su
propio cuerpo en el agua, más allá de la pequeña muerte que
comenzaba ahora, de la otra muerte a la que siempre se negó
en lo absurdo de la espera; de la silente muerte del olvido.
Contra la perplejidad de la multitud que rodeaba el cadáver,
la brisa de la mañana paseaba por sobre los árboles y las
casas bajas un nimbo que no era nostalgia ni ternura; estaba a
la orilla del río, tendida e inmóvil sobre su sombra, y yo pensé
que, como siempre, los que la rodeaban abonaban a sus propias
muertes una de esas reflexiones que encajan a la indefinición
y al miedo; ella, en cambio, desafiaba, por fi n, sus utopías.